


Sábado, julio 5 – Romanos 6, 7
1. ¿Deseas que Dios transforme tu corazón?
2. ¿Te gustaría amar su ley y obedecerla con alegría?
3. ¿Estás dispuesto a cultivar la vida nueva que el Espíritu ha plantado en ti?
En Romanos 6 y 7, el apóstol Pablo presenta dos pilares esenciales del plan de salvación: victoria sobre el pecado (cap. 6) y libertad en Cristo de la condenación de la ley (cap. 7). Ante quienes acusaban a Pablo de promover el pecado mediante su énfasis en la gracia, el apóstol responde con firmeza: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera” (Romanos 6:1–2).
Pablo argumenta que la gracia no sólo perdona, también transforma. El creyente ha muerto al pecado y, por lo tanto, no puede seguir viviendo bajo su dominio. Este cambio es simbolizado en el bautismo, donde el creyente es sepultado con Cristo y resucita a una vida nueva. La obra de gracia no termina en la justificación; apunta a la santificación. “Cuando conozcamos a Dios como es nuestro privilegio conocerle, nuestra vida será una vida de continua obediencia… el pecado llegará a sernos odioso” (El Deseado de todas las gentes, p. 621).
El pecado no puede dominar al cristiano, porque ya no está bajo la ley, sino bajo la gracia. Pablo enfatiza que no podemos servir a dos señores: o somos siervos del pecado, o esclavos de la justicia. El fruto de esta nueva esclavitud se refleja en un cambio radical: lo que antes se amaba, ahora se aborrece; lo que se despreciaba, ahora se ama. El orgulloso se vuelve humilde, el libertino casto, el vano sobrio. Este cambio es obra del Espíritu Santo.
En el capítulo 7, Pablo aclara que los creyentes han sido liberados de la ley como medio de justificación. La ley no fue dada para salvar, sino para señalar el pecado y revelar la necesidad de un Salvador. La función permanente de los mandamientos es revelar la norma de justicia, convencer de pecado y mostrar la necesidad de un Salvador. La vida unida a Cristo produce fruto para Dios; la antigua vida bajo el pecado sólo producía muerte.
Pablo escoge el décimo mandamiento como ejemplo porque revela la raíz del pecado: el deseo egoísta. Al confrontarse con la ley, el apóstol entendió que el pecado no es sólo una transgresión externa, sino una disposición interna del corazón y la mente. De este modo, la ley es buena, pero el pecado que habita en el hombre la utiliza para condenar. “El solo hecho de pasar un pensamiento impuro por la mente, deja contaminación tras sí… aún después de la conversión” (adaptado del Comentario Bíblico Adventista).
El conflicto descrito por Pablo es la experiencia de todo creyente: desear hacer el bien, pero luchar contra la inclinación al mal. La ley por sí sola no puede liberar; sólo Cristo puede hacerlo. “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24–25). La liberación de la esclavitud del pecado y la muerte no proviene del esfuerzo humano, sino de la unión con Jesús. Una liberación completa sólo es posible por medio de Jesucristo, únicamente por medio de Él.
Este clímax resume la gran verdad de la epístola: ninguna obediencia externa, ningún esfuerzo por cumplir la ley, puede salvarnos sino una entrega total y continua a Cristo. Pablo no minimiza la ley, sino que la exalta al mostrar su papel: guiarnos a Jesús. El evangelio no abole la ley, sino que la cumple por medio del poder regenerador de Cristo en nosotros.
La vida victoriosa no se logra por fuerza humana, sino por una entrega diaria al Señor. Ora sin cesar y sirve al prójimo, pues es la única manera de crecer en la gracia. Que Dios te bendiga y prospere siempre.